“just” dice su remerita blanca con una dorada paloma de parte matrimonial justo debajo de la esquina derecha de la “t” que impresa en Georgia o en comic sans o en alguna de esas tipografías con -¿senefas? ¿serifas? ¿cómo era que se llamaban esos arabescos en las letras?)- con esos rizos tan monos en los bordes que le declaran al mundo que “just” que él “just”… Cuando llega la chica que sonriente se coloca a su costado todo adquiere un poco más de sentido (o al menos el absurdo se hace explícito), todo lo clarifica el “married” que con sus trazos firmes y decididos se deja leer en su versión femenina de aquella remerita blanca.
Me pregunto de quién habrá sido la idea. Lo pregunto porque más allá de parecerme una cursilería de dimensiones estratosféricas, más allá del hartazgo de tanta melosidad, me imagino… no, sé que ese tipo de ideas- hagámonos una par de poleras que digan “just married” y usémoslas toda la luna de miel- es una de esas ideas unilaterales que una parte engendra y, la otra, más por falta de comunicación o sumisión extrema, se dedica a asumir más estúpida que estoicamente.
Imagino que fue idea de ella (…y sí, otra razón más para agregar a mi lista de “por qué no me gustan las mujeres”). Incluso más, podría asegurar su cara de felicidad cuando vio a ese pobre cachorro de hombre (que ahora tiene por marido) probándose su camiseta blanca con la sonrisa complaciente de ¿te gusta mi amor? Dibujándose forzada en sus labios.
Me la imagino decidiendo a diario cada una de las pequeñas elecciones cotidianas de su marido: desde la cantidad de cucharadas de azúcar en el café hasta la corbata que llevará durante toda la jornada. Me la imagino feliz sabiendo que ha subyugado a ese extremo la voluntad de otro ser humano. Incluso se felicitará porque le habrá hecho creer que ha sido él quien ha decidido, desde su libre albedrío, barbaridades como la de las camisetas “just married” y un sinfín de otras pequeñeces.
Así será ella quien decidirá cuántos hijos tendrán, a qué colegios irán, elegirá también (es obvio) el color de las cortinas, el florero de la mesa de centro, el juego de toallas del baño de invitados, el color del cristal de las copas de vino… hasta que un día él decida abrir la puerta (es misma puerta que ella encargó a un ebanista de Florencia) y salir airoso de esa casa cogido de la mano de una que le pregunte todas las mañanas: ¿Querrás té o café, mi amor?